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28 de julio de 2020

¿Acaso es muy tarde para irnos por arbitraje?

Armando Hurtado Vargas

Abogado y PREA en Mercado de Valores por la Universidad Católica Andrés Bello

La pregunta que da vueltas a todo aquel que se enfrenta a un litigio en curso en Venezuela, en muchos casos es ¿Acaso es muy tarde para irnos a un arbitraje? Para explicar este fenómeno, resulta necesario proveer un poco de contexto.

Los tribunales venezolanos, más allá de su evidente rezago tecnológico y sistémico, se encuentran a años luz de lo que podría denominarse como algo medianamente funcional. Principios como “celeridad” y “economía procesal” han sido aplastados por problemas informáticos, jueces que no son de carrera, escaso personal, fuga de capital humano capacitado, sólo por nombrar algunos ejemplos. Aquel que haya hecho de los tribunales su día a día, sabe muy bien a lo que me refiero. A pesar de lo anterior, hay aquellos que estoicamente resisten los embates de la actividad tribunalicia, cuyo aguante es algo admirable. Por mi parte, cuando me informaron que la diligencia que había consignado días atrás no había sido añadida al expediente por falta de pabilo, fue la vez en la que perdí la poca esperanza que aún tenía de obtener un resultado favorable en esas instancias.

Ahora bien, partiendo de esta premisa, para abordar la excepcional e incomprensible situación actual, y haciendo especial énfasis en las repercusiones de las medidas tomadas para hacer frente a la crisis de salud producto de la pandemia del COVID-19, es menester utilizar una perspectiva cronológica.

El último día hábil en tribunales fue el trece (13) de marzo de 2020. Mientras se escriben estas líneas, han transcurrido más de ciento treinta días continuos sin que los tribunales venezolanos hayan dado despacho formalmente –salvo en materia penal y de menores-, a menos de que se trate de una acción de amparo constitucional, para lo cual, en teoría, los tribunales siempre están prestos a recibir (más no siempre a tramitar o a proveer).

Evaluemos un poco este escenario. Bajo el panorama actual, todo aquel que (i) haya tenido un conflicto anterior a la pandemia y la resolución del mismo se esté ventilando en los tribunales ordinarios, o que (ii) haya tenido un conflicto en materia civil o mercantil en los últimos cuatro (4) meses, no tenga espacio para negociar y que no haya incluido en su contrato una cláusula arbitral, se encuentra a total merced de un sistema de justicia suspendido hasta nuevo aviso, así como también se encuentra reducida drásticamente su capacidad de negociación o de eventual migración al arbitraje.

Por su parte, aquel que se decantó tempranamente por arbitraje, a pesar de la inédita situación que atraviesa la nación y el mundo en la actualidad producto de la pandemia COVID-19, no ha visto afectado su acceso a la justicia en la misma proporción. Para quienes han acudido al arbitraje, el expediente está a un click de distancia, la controversia en la que se encuentran inmersos tiene un término de resolución medianamente definido y su temor a la ocurrencia de un hecho sobrevenido que prolongue su proceso se encuentra reducido en gran medida.

A pesar de la eventual necesidad de acudir a un tribunal de ejecución si la parte perdidosa no cumple con lo estipulado en el laudo, la mera obtención de una decisión favorable en un período de tiempo razonable, representa en sí misma una gran ventaja para la parte favorecida en el proceso de arbitraje, en contraposición al que se encuentra esperando el fallo de un tribunal ordinario.

Uno se pregunta: ¿por qué la mayoría de los comerciantes se encuentran en el primer escenario (atados a la jurisdicción ordinaria) y no en el segundo (dirimiendo controversias ante un tribunal arbitral), en especial, estando en conocimiento de las numerosas problemáticas que acarrean los tribunales?

Intentemos explicarlo.

El ciudadano venezolano es por excelencia innovador e ingenioso. No obstante, en ciertos aspectos suele decantarse por lo tradicional, o al menos por lo conocido. En este sentido, es evidente que el grueso de los comerciantes, y en especial aquellos de vieja data, se inclinan por conducir sus negocios como siempre han acostumbrado, y ello en muchas ocasiones significa acudir a los tribunales ante cualquier inconveniente, a pesar de conocer de primera mano sus numerosas desventajas (sin contar los que simplemente asumen sus pérdidas, resignados a no “perder el tiempo” en algún tribunal).

Todo abogado que trata con comerciantes en su vida cotidiana puede atestiguar esta tendencia. Cuando el comerciante promedio solicita la redacción de un contrato, o procura asesoría en la formación de un negocio jurídico de naturaleza comercial, no son pocas las ocasiones en las que detalla sus exigencias, expresa sus inquietudes e incluso da el visto bueno al trabajo realizado, sin siquiera hacer mención del mecanismo de resolución de conflictos de su preferencia. Ante este escenario, el abogado diligente que saca el tema a colación, a menudo se encuentra en la necesidad de explicar en qué consiste el arbitraje, así como de enumerar sus múltiples bondades, ante la escéptica mirada de su cliente, quien después de haber sido víctima de numerosas pesadillas tribunalicias, no da crédito a sus oídos cuando escucha que existe, y que por años ha existido, un camino mejor.

Ahora bien, sería simplista y un poco injusto atribuir este fenómeno exclusivamente a la ignorancia de algunos (comerciantes y abogados por igual) respecto de la existencia del arbitraje. Es más bien el desconocimiento de las numerosas ventajas del mismo, aunado a su onerosidad, las causas de que el comerciante común se haga eco del viejo adagio “más vale malo conocido, que bueno por conocer”, condenándose al martirio de intentar hacer valer sus derechos ante un tribunal ordinario y no ante uno arbitral.

En atención a lo costoso, si bien el arbitraje representa una alternativa que acarrea un nivel de onerosidad sustancialmente superior al presente en un litigio tradicional (especialmente en términos de eficiencia económica), consideramos que para aquellos interesados en una rápida y justa solución de una controversia (bien sea porque la misma afecte directamente sus bienes materiales, u obstaculice el libre desenvolvimiento de sus negocios, entre otros supuestos), el pago del arbitraje podría estar justificado, representando en muchos casos una operación con una relación costo-beneficio favorable.

En lo que al aspecto de la ignorancia se refiere, la educación y la cultura son las únicas capaces de solventar esta causa como determinante en el entorpecimiento de la adopción generalizada del arbitraje. Por décadas, gran parte del gremio de juristas ha intentado sumar adeptos al arbitraje, y con la sangre nueva del Derecho tomando la batuta en sus esfuerzos, importantes avances han tomado lugar con relación a la posibilidad de aplicación del arbitraje en distintos escenarios, incluido el inusual pero acertado beneplácito del Tribunal Supremo de Justicia.

No obstante, la batalla apenas comienza, y el escenario actual es precisamente ejemplo de lo que urge cambiar. El arbitraje ha conquistado algunas victorias en los últimos años en el país, y además de su ya habitual popularidad en el plano internacional, su uso es cada vez más común en controversias de índole nacional, especialmente en materia de arrendamientos comerciales, Derecho Mercantil, asuntos corporativos, entre otros. Sin embargo, la persistente imposibilidad de emplear el arbitraje como mecanismo de resolución de conflictos en materias como el arrendamiento de vivienda o Derecho Social Colectivo, condenan al ciudadano común al suplicio de un litigio en tribunales, con todas las consecuencias que ello implica.

La más reciente suspensión del despacho de tribunales (que en teoría culmina el doce (12) de agosto, pero luego de cuatro (4) prórrogas, su extensión es previsible) es sólo una muestra de lo necesaria que es una reforma sistemática de todo el sistema de justicia venezolano. En este sentido, es imperante la necesidad de permitir a los tribunales arbitrales el conocimiento de causas de toda índole –sin perjuicio de reservar a los tribunales ordinarios el conocimiento de materias de verdadero y estricto orden público- permitiendo así dotar al comerciante de la seguridad jurídica que necesita para continuar con sus actividades, sin que el tormentoso fenómeno de la hiperinflación destruya sus esperanzas de justa compensación, que una superintendencia le impida desalojar a un inquilino justificadamente, o que un tribunal ordene resarcirle en bolívares “equivalentes” el incumplimiento de una obligación pactada en dólares.

Así las cosas, mientras esperamos por la ansiada reforma que nos permita alcanzar este objetivo, y trabajando arduamente para sumar al arbitraje al que tenga dentro de sus posibilidades acogerlo, a todos aquellos abogados y comerciantes que por buena fortuna se toparon con este breve artículo, la recomendación es la siguiente: adopten el arbitraje en toda su extensión, y díganle adiós al famoso “no hay sistema”, a la imposibilidad de ver su expediente porque “subió” o “bajó” y el alguacil de turno lleva dos horas almorzando, o peor aún, porque “son órdenes de arriba”; en fin, guarden las vicisitudes de la tragicomedia tribunalicia como simples recursos anecdóticos para la posteridad; y denle la cordial bienvenida nuevamente a elementos como la celeridad procesal o a la justicia material en el caso concreto, o dense el gusto de conocer nuevos universos como la conciliación, la mediación, la confidencialidad o los vanguardistas medios electrónicos de resolución de conflictos.

 

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